
ENSAYO SOBRE ANATOMÍAS EXTINTAS
Apuntes sobre la reescritura del cine mudo
en las obras de Guy Maddin y los Hnos. Quay
3ª Parte
Volvamos entonces a aquellos autores. No ya a los Hermanos Quay, sino al otro artista mencionado que, en sentido más obvio y literal, retoma la estética del cine silente y del primer sonoro para esbozar nuevas posibilidades del aparato narrativo cinematográfico. No ya la cita ni el tributo. Sino la pasión obsesiva por la estética imperante en un período histórico, y por la extraña belleza que el deterioro provocado por el tiempo inscribió en las copias fílmicas de las primeras décadas del siglo. No sólo ya la reescritura de un estilo, sino también la transcripción del trabajo de la muerte; como en los cuerpos, el tiempo acorrala y destroza lentamente la plenitud de aquellas copias fílmicas dotándolas de un nuevo estatuto estético. De allí parte entonces Maddin, de una figura estética pero vista con la perspectiva temporal, incorporando en un simple gesto años de transfiguración y decadencia material. Sobre esto, acerca de las posibilidades expresivas del deterioro como eje estético, el cineasta experimental Bill Morrison concretó un maravilloso ensayo poético, “Decasia: the state of decay” (2001), un film de montaje realizado íntegramente con material de archivo apropiado; sin utilización de palabras, apoyado únicamente en la música disonante de Michael Gordon. En esta obra de hipnótica belleza, Morrison realiza un montaje de material recuperado que esgrime diversas formas del deterioro sufrido a través de los años por las películas de nitrato de plata. Nada se manipula, apenas el tiempo, el movimiento, imponiendo un ralenti que multiplica la poética de este alucinado ensayo sinfónico sobre el deterioro y la muerte. El alemán Peter Delpeut concreta procedimientos similares en sus films de montaje realizados con archivos cinematográficos históricos del cine primitivo; pero el mayor clasicismo de este va del homenaje (“Lyrical Nitrate”, 1990) a la construcción narrativa a modo de falso documental inspirado en obras de Jack London o Joseph Conrad (“The forbidden quest”, 1993).
Pero volvamos a Maddin de modo definitivo. Hay que decir al respecto, primero, y sobrevolando su vasta filmografía, que el gesto inaugural de su obra se funda en una especie de placer necrofílico, y esto no sólo en cierta recurrencia temática visible en sus films, sino fundamentalmente en el gusto algo insano por la dificultad, por el ruido provocado por el deterioro y la decadencia de la materia fílmica, del propio soporte químico. Porque si Maddin vuelva al mudo, abjura en cierto modo de las copias restauradas, de estas nuevas versiones en DVD en las que dichas películas parecen imitaciones digitales de aquellas envejecidas copias originales. Lo que rescata, además de postulados estéticos y formales históricos, es el malsano placer de enfrentarse al resultado de una enfermedad inevitable, la desintegración de las propiedades del fílmico. Su cine, entonces, es un cine de la enfermedad terminal, un cine del cáncer pero no de la muerte. Del tiempo y su paso inexorable. De la mortalidad. Como aquellas muñecas maltratadas de los Quay, como la fantasía sinfónica de la decadencia de Morrison. Pero desde otro ángulo, desde un punto de vista insólito que intenta establecer una construcción formal donde la narración y su puesta en forma desmesurada alcanzan extraños grados de comunión ligados, en parte, al cine ritual de Kenneth Anger.
Está entonces el ruido, la recreación estética de la destrucción que el tiempo provocó sobre las copias de films de las primeras tres décadas del siglo pasado, el mudo y el primer parlante. Está también la referencia múltiple, entrelazada, multiplicada hasta el exceso de corrientes, autores o films de aquellos tiempos: Maddin puede retomar tanto al impresionismo francés de Gancé, como el cine de la escuela Rusa, como los dramas nórdicos de montaña, como los melodramas mudos del subvalorado Frank Borzage, como el silente alemán o las expresiones revulsivas del surrealismo. Todo cabe en su cine esquizoide, demencial hasta la exaltación de las formas y las pasiones que narran.
¿Pero cual es la mirada entonces que separa a la obra de Guy Maddin del simple homenaje? Desde ya, la suya, la propia. La mirada personal que se inscribe en cada imagen y en la estructuración de sus oscuros y paródicos melodramas. Ya en la mayoría de sus trabajos cortos, que componen, en realidad, la mayor parte de su obra, la multiplicación desmesurada de puntos de vista ofrecidos por la cámara que rige el paso de sus películas encuentra en su figura una ley de la velocidad visual estrictamente ligada a la compresión realizada sobre las historias narradas. Esta percepción estallada que excede a la percepción humana es una percepción de la ‘cosa’, de lo inorgánico, como si millares de ojos instalados en cada punto del espacio ofrecieran su mirada sobre la misma acción multiplicando hasta le infinito las posibilidades de una configuración espacial que se escabulle ante los ojos del espectador. Planos breves, muchos con una duración menor al segundo (“The Herat of the World”, 2001), encadenados en un montaje horizontal acelerado como el propuesto por Gancé en su monumental “Napoleón”. Esta mirada sin punto fijo, que se escabulle y se instala en la materia, en toda la materia de esos universos avejentados, no corresponde a la percepción humana de personaje alguno. Tampoco responde a la lógica reduccionista de la cámara objetiva clásica. Sería más bien, según ciertos postulados de Francesco Casetti en su libro “El film y su espectador”, una cámara objetiva irreal, semejante a aquellas impuestas por Bubsy Berkeley en sus caleidoscópicas coreografías abstractas (y en concordancia también con la mirada microscópica de la cámara-títere de los Quay). Esta acentuación de la multiplicidad de puntos de vistas no justificados por miradas reconocibles, lleva en todo caso a la sensación de, a la vez, dominio y pérdida de la construcción del campo; la omnipotencia de la cámara se traduce en la forma ofrecida al espectador como el exceso de la mirada. Desmesura del artificio, poética de la velocidad en la que los planos se apuran y se comprimen unos contra otros configurando un espacio desarticulado devenido en pura impresión; afección arrasadora cargada de una violenta ironía trágica. De ahí que, sobre todo en ciertos trabajos cortos, la estructura narrativa asuma también ese mismo estatuto pero llevado al terreno de la elipsis. La historias narradas en cortos que van de tres a seis minutos, son monumentales apuestas melodramáticas destinadas a ser contadas en un largometraje. “Odilon Readon” (1986), por ejemplo, es una transcripción en tono mágico (simbolista debería decirse, ligado obviamente a la obra del simbolista del título), de “La rueda”, film mudo de Abel Gancé de tres horas, pero llevado a una duración de cuatro minutos vertiginosos donde los avatares melodramáticos se resuelven en oscuras alusiones surrealistas. “The Herat of the World”, punto culminante de este apabullante aparato estético, retoma ideas de la puesta visual futurista del film ruso mudo de ciencia ficción “Aelita”, para realizar una ingenua parábola acerca del cine como salvación del mundo; y en medio, como siempre, hermanos que se disputan a la misma mujer y demás recurrencias temáticas. “Sombra dolorosa” (2004) se vira al color, pero a un color hipersaturado para relatar un melodrama (casi) mudo al estilo mexicano, donde en seis minutos se comprime dificultosamente una historia de muerte, rituales, símbolos culturales, necrofilia, suicidio, lucha libre, y el incesto, a través de una madre y su hija disputándose al padre muerto, a su fantasma reencarnado en un burro. En estos trabajos, la operación realizada sobre la elipsis comprime el relato en una sucesión vertiginosa de momentos determinantes, acciones fundamentales que delinean las coordenadas a través de las cuales se movería el desarrollo completo de estas monumentales tragedias surrealistas. Nada superfluo, sólo los actos que delinean el destino de la historia. La demarcación de un trayecto a través de sus puntos culminantes, una sucesión irrebatible de acciones como un climax permanente que desborda la percepción del espectador por la puesta en marcha de la velocidad; el grado de movimiento alcanzado parece dirigirse hacia la concepción de lo absoluto. La dificultad, nuevamente. Esa dificultad provocada por el ruido del deterioro, donde los planos se cortan abruptamente como si estuviesen incompletos, como si se hubiese perdido parte de ellos, donde la imagen se ensucia por los avatares del envejecimiento, donde la luz se quema intensificando el profundo claroscuro. Esa dificultad intensificada por la concepción de un montaje identificado con la mirada sujeta a lo inorgánico, a cada componente del espacio. Y esa dificultad de la elipsis sublimada, difícil de mensurar, llevada al grado de elemento fundacional de las estructuras narrativas.
Si bien esta puesta en forma de la velocidad absoluta es llevada a cabo por Maddin en la mayor parte de sus trabajos cortos (aunque no en todos), igualmente transpone algo de esta técnica a sus largos (sobre todo a los realizados con posterioridad a “The heart of the world”). “Drácula” (2003, un ballet anómalo inspirado en la obra de Bram Stoker filmado íntegramente como película muda) y “Cowards bend the knee” (2004), y en parte “The saddest music in the World” (2004), evolucionan haciendo uso, en mayor o menor medida, de ese mismo montaje de la desmesura, de esa mirada múltiple y ubicua que destituye a la clásica cámara objetiva en pos de una perspectiva irreal. Lo que no se presenta en los largos es, por obvios motivos de duración, el recurso ya innecesario de la elipsis para comprimir la historia narrada hasta llegar a sus solos puntos culminantes.
Hay que aclarar que, en otros films como “Carefull” (1991), el centro de la puesta en forma se corre hacia una concepción más clásica del montaje, pero sin dispersarse del motor de toda su obra, la estética del cine de los años 20 y 30. En este caso, el color inunda por primera vez el universo crispado de Maddin (sus largos anteriores “Tales from the Gimmli Hospital” y “Archangel” exploraban un oscuro y contrastado blanco y negro), y lo hace de un modo inusual, exacerbando el carácter irreal de un pueblo suizo de montaña construido en estudios a base de papel y cartón pintado. Otra vez la desmesura del artificio primitivo. El color se satura en tonos fulgurantes, cada plano es una composición precisa de color y forma; en otros momentos la imagen plena se tiñe de un color emulando los tintes utilizados en las películas mudas. Este recurso volverá reiteradamente sobre su obra, “Drácula” se halla construida íntegramente en función de las variaciones de los tintes y los detalles de color. Sobre el sucio y granuloso blanco y negro de “Cowards…” resplandecerá sobre todo en determinados momentos el azul (color fundamental de la obra, su titulo completo es “Cowards bend the knee, or The blue hands”). Y en “The saddest music...” el blanco y negro se ve invadido de los tintes tanto como del colorido hipersaturado de “Carefull”. Estas alucinadas sinfonías de forma y color parecen alcanzar su plenitud en cada nueva obra. Ese extraño grado de belleza que se inscribe en cada película de Guy Maddin no deja de sorprender y arrebatar el ‘espíritu’ del espectador, aún el del más inmerso en los avatares de su obra.
¿Y que narran estas extrañas configuraciones marcadas por el deterioro y las formas en desuso?
Así como en su particular sentido estético confluyen diversas fuentes, sus historias se nutren tanto de la tragedia, del melodrama, del más corrosivo humor negro, y de las fantasías oníricas de inspiración surrealista, y en ocasiones, hasta del gore. El deseo incestuoso y la disputa de una misma mujer por parte de hermanos o de padres e hijos constituyen generalmente el centro de sus films. En torno a estas historias-eje, las más insólitas fabulaciones se enhebran conformando un siniestro y humorístico entramado de pasiones desatadas o reprimidas.
Enfrentado entonces otra vez el espectador al devenir temporal que deja rastros mortales sobre los cuerpos (y sobre el propio material fílmico), como sucedía con la decadencia de la imaginería infantil en los Hnos Quay, en la obra de Maddin el cine arranca otra vida, una nueva, a las formas muertas. Esta otra forma cinematográfica que parte de la muerte pero que no la festeja, que no le rinde tributo elucubrando pesimistas afirmaciones acerca de la muerte del cine, se avoca generosamente a la reformulación a partir de lo agónico. Mirar hacia atrás. Observar tranquilamente el trabajo de la muerte, pero para aprender de él. Para usarlo como disparador de formas renovadoras que partan no de cero, como proclamaba Bresson, sino de los comienzos, de uno o de dos o de tres. El cine primitivo, el silente, y el primer sonoro, todo un período donde las formas se hallaban en mutación perpetua. Buscando desvíos que las lleven hacia otros destinos que no fueran los de la imagen próxima a institucionalizarse. De allí parten, los Quay y Maddin como algunos otros. Pero en contraposición también a Bill Morrison, que en su “Decasia” ansía utópicamente se hallen otros cuerpos humanos mas duraderos así como se encontraron materiales más fuertes para el cine; estos autores no recalan en el pensamiento utópico y reinventan, insólita y constantemente, en un acto que devuelve al espectador el lugar de la mirada apasionada, de la experiencia vívida y arrebatadora. Lo que constituye, frente a las formas muertas que resucitan y reformulan, una poderosa expresión de la vitalidad.
Los muertos, entonces, serán los otros. Todos. Los falsos doctores Frankenstein que pretendan seguir insuflando vida a cuerpos-cine sin alma para prolongar inútilmente su agonía estancada en la inmovilidad. Ellos no crean vida. Allí no hay vitalidad. Su visión es la del cuerpo-fílmico funcional, la lógica del capitalismo, el fordismo a ultranza.
Ellos tienen un rol específico en el mercado de la vida y de la muerte, en el mercado del cine. Sus productos, nunca obras, palidecen y destilan ese agrio olor cadavérico. Esa, tal vez, sea la muerte del cine. Pero una muerte que ansiosamente muchos esperamos y que festejaremos.
Porque sabemos que siempre están los otros, los nuestros. Los que en cada obra nos lanzan a la cara un relámpago fulminante de hermosa vitalidad renovadora.
Y ellos, a fin de cuentas, son los que aman el cine. Es decir, la vida. La extraña vitalidad de sentir que nuestro ‘espíritu’ comulga con otros en un ritual necesario para impedir que las formas de la muerte se impongan cumpliendo su obra definitiva.
Gustavo GaluppoVera Baxter
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