EL ESTADO DE LAS COSAS
por Gustavo Galuppo
1 – Aproximación a una genealogía posible
Pensar las estructuras audiovisuales. Crearlas. Adjudicarse también uno el rol espectatorial; ese fangoso terreno de litigio en el cual las certidumbres se escabullen en función de composiciones deliberadamente subjetivas, ajenas e inaprensibles; pero siempre perturbadoras, intentando hacer pie sin hundirse ni perderse en ese territorio devastado o virgen, nuevo o viejo, o simplemente donde lo ya transitado es renovado, reescrito, recontextualizado. El eterno retorno; pero no ya un retorno a lo mismo. Un retorno disfuncional, apócrifo. Un espejismo en la aridez del desierto audiovisual. No entonces el círculo sino la espiral; esa forma regirá este itinerario, una forma de condiciones hipnóticas que se aleja con lentitud y sutilmente de su centro. Pero de un centro visible, ubicable más allá de la distancia. Allí estará siempre, el centro, aunque la curva lo rodee hasta el infinito sin tocarlo y aunque sus puntos mas alejados guarden ya poca resonancia de aquel eje primero. De su centro. Un punto cualquiera entonces elegido al azar; y partiendo de él en sentido inverso (¿hay un sentido correcto para recorrer la espiral?) llegaríamos tarde o temprano al ojo de la tormenta. Y si en el punto elegido al azar (y teniendo la certeza de que, en realidad, el azar no ha intervenido aquí de ningún modo; hemos sido nosotros; aquí estamos hoy) ubicamos la producción de video actual y la aplicación de los nuevos medios tecnológicos digitales, al volver y dejarse caer a través de la sinuosidades de la espiral caeríamos finalmente en su centro; atravesando y dejando atrás, eso sí y velozmente, una historia invertida de las imágenes. El centro de la tierra; de la tierra-cerebro que ha pergeñado el hiper veloz desarrollo tecnológico y sus consecuencias formales en todos los campos relacionados con la producción audiovisual. El centro de la tierra, o su corazón, como lo expone el maravilloso cineasta canadiense Guy Maddin en “The Herat Of The World”, donde remitiendo a una estética de la escuela muda rusa (especialmente al delirio futurista de “Aelita”, de Protazanov) narra la historia de la salvación del colapso mundial (ya que la tierra ha sufrido un ataque al corazón, literalmente) mediante un viaje al centro de la tierra, a su corazón, para activar un artilugio que genera imágenes (izadas como banderas revolucionarias), y estas se multiplican devolviendo la vida al corazón del mundo colapsado.
Pero por fuera de esta virtuosa fantasía irónicamente romántica, ¿qué habría allí, en ese centro? Simplificando un poco también: el Cinematógrafo. Pero, ¿qué pasó realmente con las imágenes?, se pregunta Werner Nekes y analiza infinidad de artilugios que antecedieron al conocido cinematógrafo; y Jacques Aumont (via Delleuze) va más atrás hasta el pasajero de los primeros trenes; primer espectador de masas, inmóvil frente a una pantalla móvil, sometido a los avatares de la proyección: saltos, choques, inestabilidades; ya un espectador de masas neurotizado. Y Aumont sigue, con lógica inobjetable, tal vez hasta partir de las pinturas rupestres. Y es que las imágenes forman una genealogía sólida, un desarrollo histórico. Pero estas podrían ser otras líneas, otros espirales que se crucen e interfieran con los otros, con el nuestro. Idea geométricamente absurda, tal vez, pero licencia útil para este postulado. Porque en el nuestro (y tal vez caprichosamente), el eje visible, la punta del espiral, sería el cinematógrafo. Un aparato técnico, máquina virgen con capacidades específicas: construir nuevas miradas inalcanzables para el hombre, dotar a su visión de un poder inédito arrancado a la ciencia. Narrar, tal vez, pero de eso nada podría saber el aparato. Los que sí lo supieron fueron los sacerdotes y los mercaderes; los funcionarios rapases que construyeron una fábrica monumental en base a divisiones de trabajo fordistas y a una industria del merchandising y la idolatría llamada en primera instancia star system. Ahí, entonces, ya un modelo narrativo institucionalizado (pero claro, surgido también de la pura experimentación narrativa de los pioneros) que se erigiría como único modo posible de expresión cinematográfica. Forma dominante. Cláusulas, contratos, disposiciones, normas precisas (aunque sí, vulnerables) para encorsetar un producto ya predigerido. Un arma letal, pero de doble filo. Porque sí, los iconoclastas han estado siempre en la periferia o contrabandeando sus visiones anárquicas desde adentro. Otra parte del juego, todo forma parte de él; aún lo que lo pone en crisis.
Y estuvieron aquellos, algunos de los primeros que en medio de una industria floreciente (o ya florecida), creaban en la dudosa concepción de ‘cines nacionales’ movimientos o escuelas dispuestos a explorar la tergiversación de lo códigos narrativos establecidos forzando las capacidades del artefacto técnico del cine hasta exprimirlo. Desviando el eje de la supuesta pureza del cine hacia uno nuevo: el eje de la manipulación. El ‘visualismo’ francés con figuras como Abel Gancé, Jean Epstein, o Marcel L’Herbier, otorgó a la imagen este desgarramiento estético arremetiendo contra el montaje clásico y contra una cámara inmóvil para crear una nueva configuración audiovisual capaz de entrar en comunión con el ‘espíritu’ del espectador. Epstein observaba en el cinematógrafo la propiedad intrínseca de crear una nueva visión del espacio-tiempo a través de recursos propios como el ralenti y el acelerado, como también la de otorgar un nuevo punto de vista del universo en los innumerables configuraciones visuales que podía adoptar la cámara móvil (‘poner la cámara sobre un caballo, sobre un columpio, adosarla a la bala de un cañón’). La nueva visión, posibilitada por el artefacto cine, era la portadora de un sentido inaudito de una comunicación purificada, liberada de las restricciones racionalistas de la palabra. Así, estas diversas configuraciones que podía adoptar la imagen cinemática a partir de sus más íntimos recursos, administrarían un enorme potencial para intentar advertir, adivinar, perseguir esta movilidad profunda y universal, captarla con el objetivo, comprender sus armonías y hacer que fructifiquen y se hagan visibles en construcciones poéticas ligadas al devenir de los sueños y que actuarían, primero, sobre las sensaciones y las afecciones del espectador, sobre su espíritu, para después suscitar nuevas ideas y pensamientos surgidos de esta profunda comunión poética. También el gran visionario, uno de los primeros, Abel Gancé, adhirió a esta tendencia de la escuela cinematográfica francesa avocada a la experimentación con la cantidad de movimiento. En concordancia con Epstein, pero llevando la desmesura de las formas a un rol fundamental, propuso aquellas inmensas orquestaciones visuales donde el montaje acelerado (planos más breves que un segundo), la multiplicación de sobreimpresiones (imágenes simultáneas), la polivisión (proyección en pantalla triple), y hasta un intento de proyección en 3D, se enmarcaban en un proyecto de búsqueda de una imagen poética excesiva, imposible de ser abarcada por el ojo no adiestrado del espectador, pero que dejaría una marca indeleble, nuevamente, en su espíritu. Dijo: “Que no se me haga decir que no hace falta una historia para hacer un film ‘polivisado’; digo únicamente que no se debe sacrificar el cine a la narración y que hay que darle las alas de la poesía que, hasta el momento, sólo han sido para mí muñones de pingüino.”
Actuar, entonces, primero sobre el espíritu, para a partir de allí suscitar y posibilitar el pensamiento racional. Así la premisa. La poesía de los sueños, y del cine como instrumento de poesía onírica. También en Alemania, durante el cine silente, en el mal llamado cine expresionista por generalización facilista, se apeló al artificio como medio de rito hipnótico, pero allí menos pensado en función de la movilidad del aparto cine, de su tecnología, sino más bien a partir del artificio escénico. La escenografía estilizada, transmutando los hechos ya no en acciones concretas sino en reminiscencias o restos de pesadillas, actos de autómatas que no se inscribían en un espacio real y actualizable sino que transitaban el perverso mundo de los deseos reprimidos. Un mundo interno. Las visiones de un demente. El ‘expresionismo’, ha dicho alguien, no ve, tiene visiones. Y allí, más allá de las configuraciones anómalas de los espacios representados, aparece la luz como elemento fundamental de su misma conformación. El claroscuro profundo, los haces de luz atravesando e hiriendo a la noche. Lo siniestro acechando siempre en su disfraz fotogénico de negritud aplastando a la luz. Así también estos mundos, ambos, aquellos franceses de la movilidad líquida y estos alemanes de la luz batallando con su ausencia. La poética de imágenes diversas que intentaban entablar un puente de comunicación más puro que el propuesto por el floreciente cine narrativo clásico de inspiración teatral y literaria, queda aún así daba (y da) frutos inspirados y siempre remarcables.
Y aún quedaría Rusia. Esencial. Una base teórica ineludible. El desgarro de la cadena de imágenes...
[G·G]
Continúa.
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